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Como indica el propio autor, el final de los años setenta marcan un nuevo giro en su producción siempre abierta y cambiante, "en 1978 volví a hacer abstracción que combiné con grandes cuadros surreales". En ese año inicia un camino que recorrerá a lo largo de los años ochenta practicando una abstracción permeable, absorbiendo y admitiendo diferentes influencias, diversas tendencias en una propuesta abierta donde prima ante todo el concepto de libertad.
Infatigable viajero, la obra se concibió en Roma, en un enclave especial para vivir y disfrutar el arte. Estructurada en dos niveles claramente diferenciados, delimitados por una amplia línea divisoria, la materia se convierte en cómplice del tema aceptando el reto de plasmar el origen de todas las cosas, la génesis. El resultado final demuestra la pericia del autor para jugar con los componentes, con la luz, para personalizar dos campos pictóricos que parecen independientes pero forman parte de una misma secuencia, de un mismo principio. La zona inferior, reposada, dominada por la horizontalidad, funciona como apoyo y contrapunto al espacio superior, convulso y violento. La explosión de empaste es centrífuga, experimenta una huida desde un núcleo hacia el exterior y su potencia plástica se amplifica en contraste con la quietud de la base que parece describir un estado anterior al momento de la creación, a la expansión del pigmento-vida que brota a borbotones del interior del lienzo.
Los niveles lumínicos se establecen en función de la masa. La superficie suave, no alterada, de la banda inferior da paso a un espacio denso, confuso y cromáticamente más rico conseguido mediante la acción, expresado a través del empaste y del brochazo que permiten que la materia asuma el peso semántico de la obra.