VILLAAMIL

De biografía nítidamente romántica, Villaamil tuvo una inicial formación en Santiago de Compostela con su padre, maestro de fortificaciones, topografía y dibujo. Después de vivir en Madrid con la familia, a los dieciséis años se alistó para frenar la invasión absolutista de los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823. Herido, hecho prisionero y llevado a Cádiz, su cautividad no le impidió realizar estudios de pintura en la academia de esa ciudad y cuando quedó libre en 1830 marchó a Puerto Rico donde realizó decoraciones teatrales.

El período de vida de nuestro artista coincide con el auge de la burguesía, que intenta por medio del arte, en especial de la pintura, representar su imagen como clase, ya que no se siente identificada con la que proyectan los sectores ligados al Antiguo Régimen y quiere, al tiempo, transmitir su visión al conjunto de la sociedad, con el claro objetivo de crear una imagen burguesa. En este sentido el artista, de profundas convicciones liberales, defiende este espíritu renovador también en lo político.

Una de las manifestaciones de esta nueva sensibilidad será la pintura de paisaje —a la que se adscribe Villaamil—, un fenómeno relativamente nuevo en el arte, que como tema de debate teórico había ganado protagonismo en el XVIII con la sensibilidad prerromántica de lo pintoresco y lo sublime, y que alcanza una nueva dimensión en el siglo XIX, en especial en el ambiente artístico e intelectual que el romanticismo favorece. El paisaje se convierte entonces en instrumento para expresar un sentido de la relación del hombre con el mundo externo como producto de un estado de ánimo interior que se proyecta sobre una realidad concreta.

En esta línea, la obra de nuestro artista es reflejo fiel de la evolución cultural de su tiempo. Sus románticos paisajes están inspirados en la pintura nórdica, carentes los contextos gallego y español de una tradición paisajística.

En una primera etapa, su obra es todavía prerromántica. Inicialmente, sus cuadros de paisaje se sitúan entre el sueño y la fantasía arquitectónica, aún con un pie en el siglo XVIII, pero ya con un ideal cultural de matriz vivencial, como se puede ver en obras como Atardecer y ensoñación en un país imaginario (1827).

A partir de 1833 —sin duda debido a su encuentro con el pintor escocés David Roberts (1796-1864) al que conoce en Sevilla— realiza un paisajismo en que se percibe el interés por los temas exóticos, el gusto por lo lejano, los monumentos, el mundo medieval, marcadamente romántico y literario (Portada de catedral gótica, 1840; Castillo de Guacín, 1848). Romántico es también su luminismo que recuerda mucho el de su maestro y amigo David Roberts y que nos trae ecos de otros artistas británicos como Turner.

Muy representativas de su labor son las litografías de La España artística y monumental, gran proyecto editorial que él mismo dirigió, como Puerta del Sol en Toledo (1840). Son testimonio del interés del artista por la captación de paisajes y monumentos, que encaja en el cuadro del mirar pintoresco y romántico, respeto de la realidad española, muy del gusto de los viajeros extranjeros, en especial británicos.

Carlos L. Bernárdez