URBANO LUGRÍS
Lugrís González, Urbano
( A Coruña, 28 de enero de 1908 - Vigo, 23 de diciembre de 1973 )
Biografía
¡Qué enorme poder creativo, en un mundo estético propio, poseía este desordenado coherente, este lúcido bohemio, este malogrado pintor, fascinante personalidad, memoria insuperable, lector infatigado, fatigado hombre en su postrer madurez, mezcla de Julio Verne y Joseph Conrad, de Homero y Víctor Hugo!. Hijo del jurista y escritor Manuel Lugrís Freire, vive su infancia en un ambiente intelectual distinguido en A Coruña, cuando la urbe entrega al mar la duplicidad de la imagen transparente de sus Cantones en los felices años que preceden a la primera gran guerra y es presencia viva y árbitro intelectual la oronda silueta de una dama linajuda, la condesa de Pardo Bazán. Cursa estudios de Peritaje Mercantil, que nunca le interesarán a quien ni siquiera supo llevar las cuentas de su propia vida. Al iniciarse la República se indetifica, en Madrid, con la juventud intelectual. Amista con García Lorca, con Rafael Alberti. Dibuja, pinta, declama, asombra con su verbo prodigioso, con la precisión imprecisable de sus citas. Fantasea con su vida y se dice compañero de Ismael y del capitán Ahab en la aventura de Mobby Dick. Sabe de memoria La Odisea -él aseguraba que en griego clásico- y sostiene que regresa a la batalla de Pavía, donde ha sido coracero al servicio del césar Carlos, el rubio y melancólico emperador del mundo, a quien de seguro ya ha retratado imaginariamente. Se vincula a las Misiones Pedagógicas, experiencia cultural inolvidable, histórica, y de la mano de Rafael Dieste, otro gallego exquisito, recorre España con el Teatro de Títeres, donde hace «cristobitas», imita voces, pinta decorados. Matrimonia, y el recuerdo de Paula será siempre una nostalgia beethoweniana. Finaliza la guerra civil y comienza a pintar murales. Nace su hijo Urbano, que será marino inicialmente, viejo deseo paterno incumplido, y al fin pintor, como el padre, y tan próximo al padre en mundo y estilo. Urbano, Lugrís, gigantón, tímido, a veces agresivo, caballero a la vieja usanza generoso de su tiempo, desprendido aun de lo que no posee, vive en Madrid la búsqueda de la gloria. Decora ambientes del rimbombante Instituto de Cultura Hispánica. Su mundo mítico impresiona. Su tarea de pintor «de cámara», como firmaba en broma muchas veces, le lleva, nada menos, que a decorar los camarotes del yate «Azor», unidad de la Armada transformada en barco de recreo para el Jefe del Estado, quien felicita al pintor en un encuentro que ha tenido mil versiones corregidas, por el propio protagonista y por aquéllos que escucharon la anécdota. A punto está de marchar a la República Dominicana, en los tiempos de la dictadura de Trujillo, animado por Sánchez Bella, jerifalte de la Cultura Hispánica y de la cultura oficial franquista. En Vigo ha dejado amigos: industriales, escritores, pintores. Decide venir a la ciudad atlántica y realiza una primera exposición de dibujos en la desaparecida sala Foto Club. Su experiencia de ilustrador la ha vivido intensamente, años antes, en Faro de Vigo, en publicaciones ocasionales y en la gran aventura cultural gallega que fue «Atlántida», junto a Mariano Tudela y José María de Labra. Ha muerto Paula, su esposa, con la que tuvo dos hijos. La evocará constantemente, en la intimidad de la tertulia de la taberna de Eligio, algo así como su segunda casa, si es que tuviese primera, que nadie le conocía. Pinta poco. Dibuja mucho. Habla más y bebe mucho más, aunque todo era poco para su recia humanidad. Era maravilloso en el arte de perder el tiempo. Proyecta trabajos que no realiza. Incumple encargos que ha forzado. Arrecia la soledad, pese a reunirse con artistas y escritores. Prefiere la compañía de la juventud, de las nuevas generaciones que ven en él a un maestro absoluto, porque sabe cosas raras y precisas que no están en los libros. Las de los libros, nadie sabe cómo, las sabe todas. Alguna escapada a Santiago y a Coruña. Bohemia cada vez más negra. Apenas pinta, pese a que le animan amigos como los Beiras, los Alvarez Blázquez, Antón Patiño. No tiene prisa por cobrar lo poco que pinta, o lo regala, porque le bastan unos pocos duros para subsistir en una existencia de caída casi vertical. Su carácter cordial se agría. Su entidad física se reduce. Su salud empeora. Es internado en el Hospital Municipal y muere, se nos muere, la víspera de Nochebuena de 1973. Mientras en todas las casas comenzaba a prepararse la mesa de la noche conmemorativa, al sol frío de ese diciembre de hace casi dos decenios, le dimos tierra en el cementerio de Pereiró unos pocos amigos que aún seguimos llevándolo en el alma. Se nos había muerto, de anónimo y cordura, un compañero entrañable, y tan temprano. Para el autor de estas líneas, la emoción se revivió una tarde de septiembre, años después, porque en ella enterramos a mi madre, casi los mismos amigos que a Lugrís, en el mismo cementerio, muy cerca. Y a continuación pronuncié una conferencia sobre la vida y la obra de Lugrís, inaugurando la primera gran exposición antológica de su obra, que después se repetiría, con la magna del kiosco Alfonso de A Coruña, en el verano de 1989. Me pareció que el polvo de la tierra del camposanto que guarda los restos de Concepción Arenal era todavía el mismo, en los dos entierros, y que el tizne que el féretro había dejado en mis manos era la tinta de Lugrís, sobre los veladores de la taberna entrañable de Eligio, dibujaba para todos, en tantos primores volanderos y muchos más ejemplos de arte perdidos, cuando la bayeta de aseo borraba los trazos en el mármol donde había posado su único brazo, discutidor y gesticulante como el pintor coruñes, don Ramón María del Valle Inclán. La obra de Urbano Lugrís ha sido valorada tardíamente. De todos modos, hay excelentes ejemplos en los Museos de Galicia -el mejor, el más perfecto, en el de Castrelos, en Vigo-, en instituciones públicas, en colecciones particulares. Lugrís fue un surrealista tardío, desde luego no el único ni el inicial de los surrealistas gallegos, puesto que se anticiparon el primero que de esa corriente supo, Cándido Fernández Mazas, y su paisano Eugenio Fernández Granell. Pero el orensano no tuvo tiempo de cuajar la tendencia, y el segundo la expresó en América. Por eso, para muchos, Lugrís era y es el surrealista gallego por excelencia. En realidad era un goticista fuera de siglo. Su mundo estilizado, la exactitud de su línea, la fantasia de su mundo plástico, deliberadamente decadente y sobrecargado de literatura, lo hacen inconfundible. Le hubiera gustado poseer la perfección del oficio de Van Eyck. Amaba a Magritte, a Ernts, a Picabia. Realmente, su pintura es, como un día se dijo de la de Gregorio Prieto, tan distinto, «poesía en línea». Es exacto como un endecasílabo y perfecto como un soneto. Mundos sumergidos, paisajes imposibles, fauna marina de zoología fantástica, seres míticos, pueblan sus cuadros junto a los trebejos del antiguo marino. Adoraba las derrotas, los portulanos, los mapas, los catalejos, las brújulas y sextantes. Era, al fin, un barroco. Más aún: un rococó que adelgazaba las cosas, para permitir espacios abisales donde habitan caracolas, nereidas, leviatanes. Lo decía con una pincelada exacta, exquisita, aquilatada. Tan delgada a veces, que casi no transportaba materia. Así creó Urbano Lugrís, rozando el diálogo imaginario con Goethe, su mundo propio, en busca de la luz del faro del fin del mundo que había ideado Julio Verne.
Bibliografía
Chamoso Lamas, Manuel: «Arte», en Galicia. Barcelona, Edit. Noguer., 1976.
González Alegre, Alberto: Catálogo da Exposición Antológica. Vigo, Caixavigo, 1984.
Ilarri Gimeno, Angel: Catálogo do Pazo Museo «Quiñones de León». Vigo, Concello, 1978.
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Pablos, Francisco: Plástica gallega. Vigo, Caixavigo, 1981.
Pablos, Francisco: Colección Adriano Marques de Magallanes. Vigo, Concello, 1992.
VV. AA: Urbano Lugrís. Catálogo da Exposición Antolóxica. Xunta de Galicia, Concello de A Coruña, 1989.
VV. AA.: Un siglo de pintura gallega 1880/1980. Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 1984.