GOYA
Goya y Lucientes, Francisco de
( Fuendetodos, Zaragoza, 30 de marzo de 1746 - Burdeos, Francia, 16 de abril de 1828 )
Biografía
Una de las cimas del arte a lo largo de toda la historia. Un ser genial, innovador, capaz de crear un mundo propio; de transformar el tiempo que le toco vivir, la segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del turbulento XIX, sin más armas que los pinceles y los buriles, y de testimoniar toda la falsa grandeza y la inmensa miseria de una monarquía estéril; obsesionada, más que influida, por una religiosidad oficializada en la que daba sus últimos coletazos la nefasta Inquisición. En ese medio, y partiendo del origen más humilde, vive, trabaja, crea, sufre, prospera y se desespera un aldeano signado por el talento, que roturará todos los campos de la pintura moderna, recogiendo los atisbos del impresionismo, que ya están en el postrer Velázquez, para asentarlos, hacerlos vivos y perdurables y anticiparse, también, al expresionismo y el documento trascendido. Nace Francisco de Goya el 30 de marzo de 1746, en una aldea labrantina, perdida en el secarral aragonés, hijo de un modesto dorador y de una medio hidalga venida a menos. Inicialmente alumno de la escuela de dibujo del escultor Juan Ramírez, su verdadero aprendizaje del oficio lo comienza en Zaragoza, cuando cuenta 12 años, en el taller de José Luzán, un pintor insignificante. Por desgracia, su obra personal más temprana, un relicario para la iglesia de su aldea natal, se ha perdido. A los 17 años llega a Madrid, perseguido por la justicia, por una reyerta en la que quedaron tendidos en el suelo nada menos que 3 hombres. Bravo debía ser el muchacho, de aspecto tosco y un poco abotargado, según los iniciales autorretratos, que serán muchos en su vida, porque Goya reflexionará muchas veces, intenso solitario, frente a su propia imagen en un espejo. Conoce, claro que, a distancia, la vida de la corte de Carlos III, excepción en la dinastía borbónica que después dará ejemplos tan tristes como Carlos IV y tan nefastos como Fernando VII. Triunfan Mengs, que nada influirá en Goya, y Tiepolo, que sí impresionará al futuro gran artista, como se demuestra en sus frescos de la ermita de San Antonio de la Florida. El Aragonés oposita a una beca de la Escuela de San Fernando, que pierde ante un gallego, modestísimo artista, Gregorio Ferro. El intento lo repetirá, con idéntica suerte. No obstante, consigue viajar a Roma en 1771, y tras una corta estancia en la capital italiana regresa a España y se instala en Zaragoza, donde realiza la decoración de la bóveda de la capilla de la Virgen del Pilar, su obra conservada más temprana. De ese tiempo es uno de sus iniciales autorretratos. Conoce a los Bayeu, influyentes en la Corte, y se casa con su hermana Josefa, en Madrid, en 1773. Será una compañera fiel, discreta sin influencia notable en su vida, porque la esposa está muy lejos de comprender el genio de Goya. Ese matrimonio le permite el nuevo salto a Madrid, ya definitivo, a finales de 1774. Un año después comienza a trabajar eventualmente en los cartones para la Real Fábrica de Tapices. Aunque está sujeto a imposiciones casi frívolas, comienza a mostrar su talento. Los testimonios están hoy en el Museo del Prado. Regresa ocasionalmente a Zaragoza para trabajar de nuevo en la basílica del Pilar, y otra vez en Madrid, lo hará para San Francisco el Grande quien nunca se sentirá a gusto en la pintura religiosa. Comienza a relacionarse con los ilustrados de este tiempo sin ilustración en España, como son el Conde de Floridablanca, el arquitecto Ventura Rodríguez, el jurista Jovellanos, el poeta y dramaturgo Moratín. Los cargos oficiales de que disfrutaría comienzan en 1785, con el nombramiento de teniente director de pintura de la Academia de San Fernando. Prosigue su trabajo, mucho más considerado ya, para la Fábrica de Tapices. En 1786 es designado pintor de Cámara real, su máxima aspiración. Se relaciona con la aristocracia, a la que retrata con éxito. La alta sociedad española desea posar para Goya, tan diferente, tan vivo en sus expresiones plásticas. La ascensión al trono de Carlos IV, al iniciarse el año 1789, confirmará la ya imparable carrera de Goya, ya que tres años más tarde es el primer pintor de esa máxima categoría oficial. Tras un viaje a Cádiz enferma seriamente, y la secuela de esa enfermedad será la sordera progresiva que padecerá el artista. Nunca se ha determinado con exactitud la causa, tal vez una enfermedad venérea. Su relación con la Duquesa de Alba, que tan intensa influencia tendrá en la vida del artista, y a tanta falsa literatura ha dado lugar, se inicia en 1795. Es evidente que pasó con ella muchas jornadas, en Andalucía, en Madrid, en la finca que la aristócrata inteligente y jaranera tenía en Piedrahita, villa de la provincia de Ávila. Es cierto que la retrató varias veces, como hizo con su marido, hombre cabal y admirador de Goya, que falleció joven. Pero es seguro que Cayetana no fue la modelo de las Majas, sencillamente porque la duquesa era de elevada estatura y las mujeres que posaron para esos famosísimos cuadros, más bien lo contrario, y de anatomías generosas, frente a la esbeltez de la Alba. Goya se aficiona a los toros y asiste con frecuencia a las corridas. Amista con los diestros de la época, como los Romero, a los que retrata. No ha finalizado la decimoctava centuria cuando comienza su tarea de grabador, en la que se había ensayado con una serie de trabajos sobre obras de Velázquez, técnicamente correctos, pero sin el genio que mostrará en su obra personal. De 1799 son Los Caprichos, serie de 80 láminas precedidas por un autorretrato del autor. Retrata a los reyes, al favorito de la reina, Manuel Godoy, quien particularmente poseyó muchas de las mejores obras de Goya, como las Majas. La esposa del posteriormente Príncipe de la Paz, la Condesa de Chinchón, será una de sus pinturas cumbre. A caballo entre las dos centurias realiza su cuadro de más empeño, La Familia de Carlos IV, a la que se añade en autorretrato. Comienzan los avatares dramáticos para la vida española con La batalla de Trafalgar, en 1805, Goya trabaja febrilmente en su galería de personajes de la corte. Probablemente de 1806 son Las Majas. Llega la invasión napoleónica y con ella la rebelión popular por la defensa de una dinastía que no le merecía. Estamos en mayo de 1808. Goya presencia la carga de los mamelucos y, probablemente, los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío. Lo refleja en dos obras inmortales. El maestro, completamente sordo, aterrado por las circunstancias, adquiere la llamada Quinta del Sordo, en los alrededores de Madrid, donde pinta febrilmente esas obras que se denominarán en el futuro «pinturas negras», no destinadas a la exhibición pública, y graba las planchas que constituirán mucho después el álbum de Los Desastres de la Guerra, uno de cuyos ejemplares originales se ha asentado felizmente en Vigo. La guerra marca a Goya, como marca a España y a toda Europa. Años de sueños y sufrimientos y de gran pintura, como los retratos de Palafox, de Jovellanos, de tantas figuras perdurables. Goya retrata el efímero rey impuesto, José I, apodado popularmente Pepe Botella, hermano de Napoleón. Se le tilda de afrancesado y se siente perseguido tras la reafirmación de Fernando VII, personaje cuya estulticia, mezclada de maldad, tan magistralmente ha reflejado el pintor. Han pasado los años del liberalismo, de las Cortes de Cádiz, de la esperanza de apertura a nuevas corrientes sociales. De 1819 es, exactamente, la escritura de compra de la Quinta del Sordo, que el pintor ya debía conocer bien por sus frecuentes escapadas del ámbito cortesano. En ella graba Los desastres de la Guerra, que guarda celosamente porque son una prueba fehaciente de su rechazo al orden imperante. Goya vive retirado, muy enfermo, en su Quinta del Sordo. En enero de 1824 se organizan las comisiones militares de depuración contra el absolutismo, transcurrido el trienio liberal. Goya, amigo de afrancesados nada absolutista, se siente inseguro. Con el pretexto de una cura termal, pide licencia para trasladarse a Francia. Está algún tiempo en París, para regresar a Burdeos; su salud está muy quebrantada. No obstante, trabaja, pinta y realiza litografías, técnica entonces novedosa. Varias obras, de pequeño formato, se datan en esta estancia francesa, cuando ya le ronda la muerte. La postrera es La Lechera de Burdeos. Han sido casi tres años agitados, llenos de zozobras, angustiado por el panorama español, que ama irrenunciablemente. El maestro fallece la noche del 15 al 16 de abril de 1827, acompañado por Pío de Molina y el pintor amigo de sus últimas jornadas, Antonio de Brugada. Fue enterrado en un pequeño panteón del cementerio de Burdeos, hasta que en 1919 sus restos, con los de otro español exiliado, Goicoechea, fueron traídos a España y enterrados en la ermita de San Antonio de La Florida, bajo sus pinturas geniales. Años después, en 1927, el sepulcro fue trasladado a Zaragoza, donde actualmente se conserva. La pintura de Goya tiene una primera etapa de dubitación, y es un tanto convencional, aunque muy grata, en los cartones para tapices. Abordará la composición religiosa en escasas ocasiones, pero magistralmente en aciertos como La última comunión de San José de Calasanz, en su Cristo. No así de determinadas alegorías. Magistral es en el retrato, sea cortesano o de amistad, con ejemplos como el del general Palafox, la Duquesa de Chinchón, Jovellanos. Magistrales son sus composiciones, y bastarían para darle puesto de honor en la Historia del Arte la citada Familia de Carlos IV, La carga de los Mamelucos o Los fusilamientos del 3 de mayo. El grabador es hito, con Rembrandt, antes, y Picasso, más tarde. Colorista excepcional y dibujante prodigioso, no representa, sino que crea caracteres. Goya tiene un mundo propio, hasta el punto de que ha generado un adjetivo, «goyesco», para una tipología que perdura, pese a haber transcurrido dos siglos desde que la realizó. La obra del maestro es orgullo del Museo del Prado, su mejor repertorio, aunque está en todos los grandes museos del mundo. Fundamental es su obra gráfica, en las series de Los Caprichos, La Tauromaquia y Los desastres de la Guerra. Y es fundamental conocer sus frescos de la ermita de San Antonio de La Florida, donde alcanza la máxima facilidad de mancha, de libertad de expresión, de alegría popular en el ámbito de lo religioso, tan esquivo habitualmente a su talento.
Bibliografía
La bibliografia de Goya es amplísima. Uno de los mejores repertorios lo posee el Museo de Pontevedra, donado generosamente por Francisco Javier Sánchez Cantón, gran estudioso de Goya. Así pues, ofrecemos una selección:
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Obra
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Sopla 1793 - 1799
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No hubo remedio 1793 - 1799
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El amor y la muerte 1793 - 1799
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Algún partido saca 1810 - 1920