MARUJA MALLO

Nace en Viveiro, vive de niña en Corcubión y Tui y después en Avilés. Entre 1922 y 1926 estudia en la Academia de San Fernando de Madrid. En 1926 consigue una beca de la Diputación de Lugo y en 1927 comienza a colaborar en la Revista de Occidente y realiza su primera exposición. Desde muy joven se vincula al ambiente cultural de la Generación del 27.

Su obra va a pasar por diferentes etapas. La primera de ellas es la que corresponde a sus pinturas de temas de verbenas y deportivos, muy cercanas a la figuración europea del llamado “realismo mágico”.

Su pintura sufre a partir de 1929 un cambio radical, inicia la serie “Cloacas y campanarios”, en la que proyecta una mirada crítica sobre una sociedad en plena convulsión social. La basura, los esqueletos, los detritos, con fondos oscuros, presentan un mundo abisal y onírico del que emerge un intenso malestar, que tanto fascinó a los surrealistas. André Breton consiguió una de las telas de esta serie cuando la artista expone en París.

En 1933 vuelve a Madrid, participa en las Misiones Pedagógicas y es incluida por el artista uruguayo Torres García en el Grupo de Arte Constructivo. Durante estos años desarrolla una pintura regida por un orden geométrico e influida por el constructivismo, en el que la preocupación por la forma, con un riguroso estudio de la sección áurea, iba a la par de su compromiso social. Este estilo, que va a marcar toda su evolución, consiguió la mayor elevación y calidad en el período inmediatamente anterior a su marcha y en los primeros años de exilio.

Al estallar la Guerra Civil está en Beluso (Bueu), y desde Galicia sigue el camino del exilio. Luego se instala en Buenos Aires. Comienza así una nueva etapa vital y artística, da conferencias, diseña tejidos y muebles, expone por toda América y pinta murales.

En su nueva obra combina las estructuras geométricas y los trazos surrealistas, que ya estaban presentes en los años treinta, y que ahora reaparecen con un sentido diferente, más orgánico y vitalista, ligado, sin duda, a la experiencia americana, pero siempre manteniendo el rigor geométrico heredado de los tiempos constructivistas. La artista muestra la completa y fascinante revelación que supone para ella el nuevo continente. Sus caretas son buena prueba de este influjo, son obras que recuerdan los ritos de religiones sincréticas americanas como Máscaras (1942). A motivaciones semejantes responden la serie Naturalezas vivas y sus Retratos bidimensionales, de raíz étnica, como Mujer rubia (1951). Estos últimos son hieráticas cabezas femeninas de cara o de perfil, que la pintora realiza en las décadas de los cuarenta y cincuenta y que están entre lo más logrado de su producción. Son representaciones de arquetipos étnicos, que ensalzan la belleza femenina en su plenitud y, al mismo tiempo, expresan la saudade por una nueva humanidad. Los trazos fisionómicos están definidos con una estática monumentalidad, heredera de su pintura de los años treinta. Maruja Mallo trabaja con un dibujo preciso y un sentido de la forma geometrizada y arquitectónica de manera que dota a las pinturas de esa energía que fluye del conjunto de su obra y que siempre la acompañó a lo largo de una vida intensa, compleja y llena de autenticidad.

Carlos L. Bernárdez